Una de las facultades más preciosas otorgadas al ser humano es el lenguaje. En las relaciones sociales con nuestros semejantes la comunicación es básica. Y complicada. No es suficiente la emisión de sonidos inarticulados o de gestos, como en el caso de muchos irracionales. Los pensamientos, los sentimientos y los deseos de una persona constituyen una trama sumamente compleja, por lo que se hace necesaria una articulación de los sonidos en forma de palabras, si su pensar, sentir y querer han de ser comunicados a otras personas.
De tal importancia es la palabra que Dios, según el escritor sagrado, se reveló a los hombres hablándoles de diferentes maneras y finalmente mediante la Palabra encarnada, el Señor Jesucristo (Heb. 1:1-3). Pero todo da a entender que la palabra hablada no es suficiente. Una vez pronunciada, sólo subsiste débilmente en la memoria de quienes la escuchan. En muchos casos se desvanece por completo. Su permanencia sólo se logra mediante la escritura. Como decían los antiguos latinos, verba volent, scripta manent, las palabras vuelan, lo escrito perdura.
Porque la palabra escrita reúne las cualidades de invariabilidad y durabilidad, Dios mismo ordenó a Moisés que escribiera en un libro, «para memoria», lo acaecido en la lucha contra Amalec (Éx. 17:14). También los diez mandamientos fueron inscritos en tablas de piedra (Éx. 34:27-28, Dt. 5:22). Jeremías recibió la orden de escribir «todas las palabras» que Dios le había hablado (Jer. 30:2), a fin de que cuando se cumpliese lo profetizado por el Señor, se viese que todo acontecía conforme a lo que estaba escrito. Un mandato semejante recibió el autor del Apocalipsis (Ap. 1:11, Ap. 1:19).
Gracias a las escrituras del Nuevo Testamento podemos hoy conocer el contenido glorioso del Evangelio. Y nuestra deuda de gratitud se agranda si pensamos en los valiosísimos escritos que nos han dejado las grandes figuras de la Iglesia: las «Confesiones» de Agustín, las «Instituciones» de Calvino, los «Pensamientos» de Pascal, los «Sermones» de Spurgeon, por citar sólo unos pocos. Podríamos añadir muchísimos más, sin contar producciones menores como el simple folleto, que en muchos casos, pese a su brevedad, ha llevado almas a los pies de Cristo. Ese caudal inmenso de pensamiento selecto está a nuestro alcance para nuestro beneficio porque en su día hubo hombres que se sintieron movidos a escribir. Sus obras escritas en el pasado son hoy, y seguirán siendo en el futuro, una inestimable bendición.
José M. Martínez
(Extraído del capítulo 6 del libro «La aventura de escribir»)